A bordo del colectivo teatral Los Bla Bla, cuenta cómo pasó de arreglar impresoras y pintar bañaderas a ser uno de los actores con más muñeca para hacer del humor un gran acto creativo
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“Como un viejo en el cuerpo de un nene”. Así llegó a sentirse Pablo Fusco cuando era chico, después de una fractura de fémur que lo tuvo postrado durante el último año de la primaria. Cuando finalmente volvió al colegio, apareció caminando con un bastón y, quizá, empezó a componer uno de los primeros personajes de su vida. A esa altura ya tenía “antecedentes”, como la vez que fingió un ataque de epilepsia y la maestra llamó a los padres para quejarse y también decirles: “Los cito porque tienen que hacer algo con Pablito... Es un actor”. Desde entonces, la vida de Fusco parece una sucesión de escenas delirantes, tanto por los trabajos que tuvo (pintor de bañaderas, entre otros) como por las obras en las que participó, en las que siempre construyó una arquitectura delicada de hacer reír. A bordo de la compañía Los Bla Bla, actúa en Modelo vivo muerto -los jueves de junio y julio en el Teatro Metropolitan- y reivindica el trabajo colectivo como llave para todas las cosas buenas que le vienen pasando.
Pablo Fusco no llega diez minutos tarde; llega una hora y media después del horario pactado para la entrevista. “Me dejó dormir mi mujer y seguí de largo como un campión. Ya estoy esperando un Uber”, mensajea -textual- desde su casa. Y, por algún motivo, es imposible enojarse con él: tiene un humor y un abrazo que le otorgan una impunidad especial. Debe ser un don. Si este hombre fuera vendedor, ya le estaríamos comprando algo, cualquier cosa. Pero es actor y entonces sabemos de antemano que le vamos a creer el personaje que nos proponga.

El falso ataque de epilepsia fue solo el comienzo. A duras penas logró que no lo echaran del colegio, gracias a que su viejo arreglaba los equipos de audio de la escuela. “A los inquietos en esa época nos decían ‘Piel de Judas’; mi abuelo decía que yo ‘hacía visiones’”, recuerda Fusco. Y cuenta que su lesión en el fémur fue “una caída estúpida contra un cantero” que lo dejó en horizontal en pleno Mundial del 86. Tenerlo quieto un año en internación domiciliaria en Villa Pueyrredón, mientras afuera estallaban los festejos, fue como tener a una fiera enjaulada. “Como una cosa medio Misery, ¿viste?”, dice.
Al llegar con un bastón en el primer día del secundario tuvo que lidiar con los bullies de siempre, versión años ochenta. “Yo mido 1,61; era el enano del curso, y encima había otro detalle muy teatral y es que ese año se hizo muy popular la serie Alf, creada por un tal Paul Fusco. Imaginate. Pero bueno, ya desde entonces estaba haciendo bardo en el buen sentido, imitando, haciendo chistes”, admite. Generar la risa en los demás era, también, un modo de supervivencia. “Siempre me reí mucho de mí mismo”, afirma.
El extraño pintor de bañaderas
Después de terminar la escuela como técnico en electrónica, Fusco empezó en la Universidad Tecnológica Nacional (UTN) y se recibió de estudiante eterno. “No me iba bien y pasé años cursando y recursando; supongo que estaba ahí por mandato familiar, pero al mismo tiempo hacía otras miles de cosas”, cuenta.
Claramente no iba por el título de ingeniero sino por cierta “maña todoterreno” para arreglar las cosas, una herencia ganada de su padre y de un abuelo textil que reparaba máquinas; de hecho, los trabajos que consiguió durante la década del 90 tuvieron que ver con tareas técnicas: en plena irrupción de la telefonía móvil en el país, lo contrataron en 1995 para hacer auditorías de las antenas.

Después de varios años jugando al técnico, lo echaron y se puso a pintar bañaderas con un amigo. “Laburé de infinidad de cosas, pero lo de pintar bañaderas todavía me lo acuerdo: nos poníamos unos mamelucos naranjas que parecíamos Los cazafantasmas, con mascarillas y todo; creo que por los gases que tenía el solvente terminábamos siempre tentados de risa. Duró poco eso porque nos fundimos, como también fundimos un negocio de gastronomía y tantas otras cosas”, enumera.
Pero, en todas esas aventuras, apareció una idea que fue creciendo a pasos gigantes: la idea de “lo colectivo”. Lo curioso es que haber ido a un colegio industrial ayudó bastante en eso. “Al final a nosotros nos gusta pensarnos como ‘obreros culturales’. Con Los Bla Bla, cuando se rompe algo en la escenografía, ahí estoy yo metiendo mano, del mismo modo que Juli (Lucero) se ocupa más de lo dramatúrgico y cada cual hace lo suyo en su campo. La construcción colectiva viene de ese lugar”, entiende.
“Pero fijate cómo el dato teatral aparece de nuevo”, avisa, antes de empezar a contar otro de sus antiguos trabajos: era fines de los 90 y Pablo entró en una multinacional para reparar impresoras y cajeros automáticos en sucursales. En la primera entrevista laboral, en las oficinas vidriadas en Catalinas, le asignaron a un compañero que medía 2,06 metros. “Parecía una joda porque, cuando llegábamos, los dos de traje, todos se mataban de risa. Íbamos con nuestros maletines por la calle Florida y la gente pensaba que era una performance. Dos tipos: un petiso y uno super alto. ¿Qué estaban haciendo? ¿qué vendían?”, se ríe.

Después, un amigo lo llevó a trabajar a México. Allá fue técnico en telecomunicaciones por las noches y, de día, iba a los hospitales con una ONG a hacer clown para los chicos internados. “Viví un año en el D.F., entre 2005 y 2006, y cuando volví armamos Ilusos con la Cia Clun, bajo la dirección de Marcelo Katz. En ese momento conocí a Seba Godoy y a Tincho Lups, que desde 2010 integran Los Bla Bla junto con Manu Fanego, Julián Lucero y Sebastián Furman (se sumaron en 2014 la productora Maribel Villarosa y en 2023 la actriz Carola Oyarbide). “Con Seba y Tincho hicimos después un espectáculo que se llamó Hache Dos O, un espectáculo sólido, líquido y gracioso”, cita.
Asambleas y noches bizarras
Desde siempre, Pablo Fusco estuvo metido en este asunto de hacer reír. Estudió actuación, improvisación, máscaras, títeres, manipulación de objetos, comedia física, bufón y clown. Participó en una cantidad enorme de obras y proyectos, entre las que se pueden citar: el ciclo Clowns no perecederos (2004-2005), invitado por Cristina Martí en el Centro Cultural Ricardo Rojas; el ciclo Clown imprevisto (2006-2010), junto a quienes hoy componen la ONG Estado Payaso, y en México formó la Cia Espontánea, con la que crearon el espectáculo Haciendo visiones, presentado en la Ciudad de México.
También participó de la obra en capítulos La tragedia de la familia Rampante (2007 a 2009) y en El hombre que perdió su sombra (2018-2019 en el Teatro Cervantes). Actualmente, además de Modelo vivo muerto, actúa en La heladería -junto a Ana Scannapieco y Boy Olmi- y en Civilización, dirigida por Lorena Vega.
Sus maestros fueron desde Guillermo Angelelli y Cristina Martí hasta Gabriel Chamé y Marcelo Katz. “Puedo decir también que mi gran maestra de la vida, la que me dijo: ‘Esta es la llave para que te abras a vos mismo’, fue Susi Shock”, afirma.
Es muy especial la historia de cómo Fusco conoció a la actriz, escritora y cantante Susi Shock, autodefinida como “artista trans sudaka”, y cómo fue la génesis de las Noches bizarras. Después de la crisis de 2001, con el nacimiento de las asambleas barriales, se empezaron a organizar encuentros nocturnos en una casa cultural en el barrio de Chacarita. Los propios vecinos de las asambleas compartían un combo de varieté musical, teatro, comedia y peña abierta. “Susi comandaba el espacio teatral y en ese marco nacieron las Noches bizarras; yo ya venía con algunas herramientas de improvisación pero en esas noches el nivel de libertad creativa era enorme, realmente hacíamos cualquier cosa”, rememora.
-¿Ese fue el momento en el que todo cobró sentido en tu carrera de actor?
-Fue donde yo exploté... Cuando me di cuenta de lo que quería hacer. Ahí entendí: “Yo soy esto, soy payaso, soy actor”.
-¿Qué es “hacer reír” para vos?
-Es raro de explicar, no sé si es “egoísta” la palabra, pero creo que en el proceso de hacer reír uno también encuentra su propia risa, como un modo de entender, asimilar y metabolizar la realidad. Me parece imposible hacer reír sin reírse. Y la risa llega cuando hay un desequilibrio. Un ejemplo: estás en un cóctel en la embajada de Monrovia, el embajador y su esposa, todos de ultragala. Y de repente aparece un tipo que se resbala y se cae. Aparece el desequilibrio: aparece la risa; el grotesco, el absurdo, la payasada.

-¿Alguna vez te atormentó la idea de no ser gracioso?
-Y... a mí me pasa lo que a muchos otros comediantes, que nos enganchamos con el que no se ríe. Ves que todos en el público se están matando de risa y te quedás mirando fijo a ese tipo que está serio en la primera fila. Entonces pienso “a este lo voy a hacer reír”. Y en esa insistencia, visto de afuera, ya me doy risa a mí mismo.
-¿Te acordás de tentadas históricas que hayas tenido?
-No fue el último gran ataque de risa, pero es el que me acuerdo ahora. Estábamos en Mar del Plata, en los premios Estrella de Mar. Nos dieron una estatuilla y nos la empezamos a pasar, “haciendo jueguito”. De repente viene Manu (Fanego) y le da un cabezazo a la estatuilla, como si fuera una pelota, y se abre la cabeza. Me acuerdo de estar tirados en el piso llorando de risa. No se hizo nada, por suerte.
-¿Es cierto entonces ese lugar común de que la risa sana todo?
-Debe ser biológico, no sé cómo funciona, se deben liberar algunas sustancias que no tengo idea, pero en el estadío posterior a reírte salís siendo mejor persona. Te da una inyección de vida. Cuando llorás de risa unís dos mundos, porque uno también llora cuando atraviesa una tristeza profunda. Lo que está claro es que nunca hay que perder la capacidad humana de la emoción.
-¿Y en tu casa, con tus hijos, te funciona ser el que “hace reír”? ¿O ser gracioso choca contra los supuestos límites de la autoridad paterna?
-La autoridad es algo que siempre me ha costado mucho en la vida. Siempre fui desafiante frente a la autoridad, pero con los pibes pasa otra cosa. A mí me tomaron la hora (risas)... La payasada tiene un límite. Por suerte tengo una gran compañera de vida. Estamos juntos hace 16 años. Ella pone los límites. Buscamos un equilibrio, es un desafío difícil. Pero creo que mis hijos ven eso y entienden que el amor siempre está como mediador de todo.
Para agendar
Modelo vivo muerto. Funciones: jueves, a las 21.45. Sala: Teatro Metropolitan (Avenida Corrientes 1343).
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